Publicamos un estudio de Miguel Angel Martínez Meucci (Caracas, 1976) que forma parte del volumen Transiciones políticas en América Latina. Desafíos y experiencias, coordinado por el autor y José Alberto Olivar. El libro bosqueja algunas de las más importantes transiciones político-militares ocurridas en la segunda mitad del siglo XX en América Latina. Transiciones que, entendidas en la pormenorizada complejidad de las rutas recorridas, se nos aparecen con sus luces y sombras. En este trabajo sobre Venezuela, Martínez Meucci realiza una comparación entre el proceso que permitió la transición de la dictadura a la democracia en 1958 y las circunstancias actuales, para bosquejar un interesante esquema de las tremendas complejidades que encierran los procesos de transición política, sobre todo en nuestra región, y más aún cuando estos están afectados por la presencia de un poder militar.

Durante décadas la bibliografía especializada en transiciones a la democracia ha manifestado un notable interés en el proceso que permitió la consolidación de la democracia en Venezuela durante la segunda mitad del siglo XX. Lo que diversos autores venezolanos han denominado como “República Civil” –en clara alusión y contraste con el predominio de regímenes militares o de fuerza durante el siglo y medio anterior– constituyó un período de progreso y modernización económica y cultural que sólo resultó posible, en buena medida, tras el establecimiento de un genuino régimen republicano, de la redacción de la constitución más longeva en la historia nacional y de la consolidación –por un buen tiempo– de la democracia como only game in town. Todo ello sucedió en un continente que, en aquel momento y por bastante tiempo, se mantuvo plagado de dictaduras, movimientos guerrilleros y guerras civiles. De ahí que la transición experimentada por Venezuela a finales de los años 50 haya sido considerada por diversos especialistas y comentaristas como un proceso “modélico”, y que de hecho sus características hayan sido tomadas en cuenta no sólo en el desarrollo de otras experiencias históricas similares, sino también, lógicamente, como una referencia ineludible de cara a los retos que enfrenta actualmente la nación venezolana.

Sobre la experiencia histórica y el análisis científico de la transición a la democracia entre 1958 y 1961 existe ya una dilatada y destacada obra de autores nacionales y extranjeros que es ampliamente conocida en el marco de la academia venezolana. Sólo por citar al grupo de autores referenciales, mencionaré aquí los nombres de Ángel Álvarez, Frank Bonilla, Rafael Caldera, Germán Carrera Damas, Michael Coppedge, Franklin González, Manuel González, Terry L. Karl, Miriam Kornblith, Daniel Levine, Margarita López Maya, Luis Gómez Calcaño y Thais Maingon, Moisés Naím y Ramón Piñango, John A. Peeler, Juan Carlos Rey, Aníbal Romero, Andrés Stambouli, José Agustín Silva Michelena y Naudy Suárez; todos ellos han analizado no sólo aspectos intrínsecos de la transición de 1958-61, sino también algunas de sus consecuencias y derivaciones más importantes a lo largo del tiempo.[1]

En este trabajo, y con base en la obra de estos autores, me limitaré a mencionar algunos de los rasgos característicos y funcionales del sistema de acuerdos políticos que permitió iniciar el período democrático más claro y duradero de la historia de Venezuela. No obstante, el principal objetivo de este ensayo es señalar –a partir de varios elementos identificados por la “transitología” como altamente influyentes en el transcurso de una transición a la democracia– las principales semejanzas y diferencias que parecen presentarse entre la coyuntura de 1958-1961 y la de hoy, cuando el país encarna la urgente necesidad de restablecer, no sólo su funcionamiento democrático, sino incluso las bases del Estado. La idea es, pues, comprender en qué medida Puntofijo es una referencia funcional para acometer las tareas de nuestro tiempo, y hasta qué punto los retos de la actualidad requieren un abordaje completamente nuevo y distinto.

Breve caracterización de la transición pactada de 1958-1961

El hecho de que desde su separación de la monarquía hispánica –y durante un siglo para los años 30 del siglo XX– Venezuela fuera mayoritariamente gobernada por hombres de armas, hacía de la democracia un sueño bastante difícil de alcanzar. A diferencia de lo que sucedió en otras repúblicas latinoamericanas, donde las guerras de independencia no fueron extremadamente sangrientas y donde las élites sociales lograron mantener un papel rector fundamental sobre el resto de la sociedad, en Venezuela serían grupos relativamente advenedizos –que usualmente por las armas lograban controlar las precarias estructuras del Estado– los que, en definitiva, darían al país su particular fisonomía política. Así, a la pluralidad de caudillos que predominó durante el siglo XIX siguió la hegemonía andina de la primera mitad del siglo XX y, sobre todo, la larga dictadura de Juan Vicente Gómez.

Ese último período constituye una fase crítica en la trayectoria sociopolítica del país porque, entre otras cosas, coincide con dos hechos fundamentales. El primero es el inicio de la explotación petrolera, la cual –según Germán Carrera Damas– operará como el gran “factor dinámico” para la implantación definitiva de la sociedad venezolana sobre el territorio nacional.[2] El manejo centralizado de las rentas provenientes de la industria petrolera –para aquel entonces enteramente desarrollada por compañías concesionarias extranjeras– permitió a Gómez consolidar y ampliar las capacidades del Estado, especialmente en lo que se refiere al monopolio de la violencia a lo largo del territorio nacional.

El segundo factor fundamental que coincide con el período gomecista es el cambio profundo del sistema de partidos políticos, donde el perfil de los partidos decimonónicos va a desaparecer definitivamente para dar paso a una serie de nuevas organizaciones políticas, la mayor parte de ellas policlasistas y surgidas al calor de la difusión de las ideas socialistas y estatistas. De este modo, la tardía entrada de Venezuela en el siglo XX –Mariano Picón Salas dixit [3]– se materializará súbitamente en medio de una radical y acelerada modificación del paisaje social y político. Luego de haber sido durante un siglo un país al borde de la disolución, en el que el jefe del Estado con notables dificultades lograba someter a sus díscolos rivales regionales, Venezuela pasó a contar con una estructura estatal que no sólo era cada vez más sólida y capaz, sino que además se convirtió en el motor económico de la nación.

En este proceso se hizo notar la gran influencia que sobre el conjunto de la sociedad ejercieron los sectores que controlaron el Estado, así como el cambio en los mismos a mediados del siglo XX. El control que durante la primera mitad del siglo XX ejercieron los militares andinos configuró un sistema autocrático de perfil cada vez más burocrático y desarrollista. Dicho sistema sentó las bases de un orden social y de un gran crecimiento económico que, no obstante, no encontraba parangón en el rezago cultural y social en el que se mantenía al grueso de la población. En ese contexto arraigaron entonces los nuevos partidos políticos, surgidos al calor de una modernización tan veloz como incompleta. Durante los períodos presidenciales de Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita tuvieron lugar diversas tratativas de entendimiento entre el régimen militar y las presiones populares que canalizaban los jóvenes partidos policlasistas, con Acción Democrática, de Rómulo Betancourt, a la cabeza. Pero las maniobras de la hegemonía militar para la apertura tutelada y “desde arriba” del sistema político, acompañadas del reconocimiento constitucional de derechos sociales y económicos, no lograron apaciguar ni detener el clamor popular que exigía y se articulaba en torno a un reclamo fundamental: la instauración del voto directo, universal y secreto. Éste se concretó tras el alzamiento militar de octubre de 1945, encarado como una revolución e impulsado por la esperanza de que la riqueza petrolera pudiera reflejarse en un progreso real para el conjunto de la población.[4]

En este periplo se aprecia cómo los estratos sociales vinculados al espacio rural fueron desplazados por nuevos tipos sociales que emergieron en el marco de una acelerada modernización política y económica. De esta forma, sectores de las nuevas clases medias y un naciente proletariado urbano protagonizarán cada vez más la política nacional. Nuevas tensiones sociopolíticas se van fraguando al calor de este cambio social vertiginoso, mientras las diferencias ideológicas que marcaron el contexto internacional durante la Segunda Guerra Mundial –cuando demócratas liberales y comunistas enfrentaron juntos al nazi-fascismo– se reconfiguran a partir de 1945 con el inicio de la Guerra Fría. A partir de ese momento será la tensión entre Washington y Moscú la que dividirá al mundo y a las fuerzas políticas dentro de cada país, produciendo un reordenamiento de las coaliciones y fuerzas políticas en América Latina y reduciendo con frecuencia la tolerancia militar hacia los movimientos políticos de izquierda.

Anónimo. Miembros de la Junta Revolucionaria de Gobierno y su Gabinete Ejecutivo.
Palacio de Miraflores. Caracas, 1947.
Colección Fundación Para la Cultura Urbana.

En este contexto, el llamado Trienio Adeco (1945-48) constituyó una coyuntura polarizadora y conflictiva, en tanto las profundas reformas que produjo fueron contempladas como un intento de excluir a los sectores nacionales tradicionalmente más poderosos (ejército, Iglesia, empresariado) y de reducir la enorme influencia de los Estados Unidos y su sector privado sobre la política petrolera en Venezuela, amenazada por la agitación que cada cierto tiempo se producía en los campos petroleros y por la posibilidad de que el país optara por seguir el ejemplo de las nacionalizaciones ejecutadas por la Revolución Mexicana. Las tensiones no resueltas entre los diversos sectores sociales en lucha se incrementaron hasta el punto de propiciar un golpe de Estado en noviembre de 1948, derrocando la presidencia de Rómulo Gallegos y estableciendo una nueva dictadura militar, finalmente dirigida por Marcos Pérez Jiménez. La nueva dictadura se encargará de reprimir a los sectores movilizados por los partidos y sindicatos, retomará las políticas públicas netamente centradas en la promoción del crecimiento económico, el desarrollo de la infraestructura nacional y la seguridad para las inversiones privadas, todo ello amparado en la creciente renta petrolera y en detrimento de políticas de redistribución y desarrollo social como las impulsadas durante el Trienio.

Entre las décadas de 1920 y 1960 pareció consolidarse un patrón de conflicto que confrontaba a coaliciones de diversos sectores sociales, todas ellas demasiado poderosas y representativas como para que sus contrapartes fueran capaces de derrotarlas por completo. En términos generales, se percibía la lucha, por un lado, de partidos políticos, coaliciones populistas y movimientos de masas, y por el otro, de sectores conservadores como el empresariado, la Iglesia y los militares. La implantación de la democracia lucía improbable mientras estos sectores no encontraran la forma de avenir su convivencia en un sistema de reglas compartidas y alternabilidad en el poder.

La oportunidad se presentaría luego de que sectores militares descontentos con el régimen dictatorial de Pérez Jiménez, semanas después del fraude con el plebiscito de 1957, propiciaran la oportunidad de un cambio largamente buscado por los sectores civiles. Tras la intentona fallida que comandó la aviación militar al despuntar el año 1958, el dictador no aguantó la presión que ejercían sobre él sectores muy importantes de las propias Fuerzas Armadas y abandonó el país. La junta de gobierno que presidió el vicealmirante Wolfgang Larrazábal facilitó la oportunidad necesaria para que los principales líderes de los partidos políticos que luchaban por la democracia, por entonces perseguidos o exiliados, se reunieran y materializaran los términos de un entendimiento hasta entonces esquivo. Con base en algunos documentos y conversaciones preliminares, a partir de las reflexiones que suscitó la experiencia fallida del Trienio, y tras superar desavenencias personales y políticas importantes, Rómulo Betancourt (AD), Rafael Caldera (COPEI) y Jóvito Villalba (URD) sellaron el célebre pacto de Puntofijo (31 de octubre, 1958) por el que acordaron consolidar un gobierno de unidad nacional que garantizara la participación de las principales fuerzas democráticas para implementar un “programa mínimo común” de gobierno, así como el respeto del derecho a gobernar de quien se erigiera vencedor de unas elecciones limpias. El Partido Comunista, fundamental en aquel tiempo, quedó esencialmente fuera de los acuerdos, en virtud de su insistencia por la lucha revolucionaria para consolidar un sistema distinto al pactado en el señalado programa mínimo.

El caso venezolano parece confirmar así la tesis de Burton y Higley, quienes sostienen que el origen de los sistemas democráticos está profundamente vinculado a la instauración de pactos de élites (elite settlements) que surgen de manera más o menos repentina luego de largos períodos de confrontación entre grandes sectores políticos y sociales

Los acuerdos entre partidos políticos se completaron con otros acuerdos intersectoriales de gran relevancia, suscritos con o entre los principales sectores sociales en conflicto. Se sellaron así el Pacto de Avenimiento Obrero-Patronal, la Ley de Concordato Eclesiástico y diversos acuerdos con las Fuerzas Armadas, los cuales permitieron que la estructura política planteada en Puntofijo se articulara con el resto de la sociedad civil organizada, canalizara las tensiones estructurales y modificara sustancialmente los patrones del conflicto que habían estado vigentes durante el último medio siglo –el de la llegada de la explotación petrolera, la sociedad de masas y la modernización acelerada. Tal como ha señalado Juan Carlos Rey y examinado Terry L. Karl, los sectores políticos y sociales que consolidaron estos pactos contaron con una ventaja crucial e inusual en otros países: la posibilidad de negociar sus diferencias mediante el reparto de recursos que no provenían de sus propios bolsillos, sino de una renta nacional.[5] Y aunque el nuevo sistema político no estuvo exento de experimentar graves amenazas –encarnadas fundamentalmente en nuevas intentonas militares y en la desestabilización que generaba la lucha subversiva–, finalmente logró superarlas, integrando a buena parte de los sectores más radicales para la vida civil en democracia y consolidando un largo período de progreso y desarrollo, indudablemente el más brillante de los dos siglos largos de vida republicana de la nación.

El caso venezolano parece confirmar así la tesis de Burton y Higley, quienes sostienen que el origen de los sistemas democráticos está profundamente vinculado a la instauración de pactos de élites (elite settlements) que surgen de manera más o menos repentina luego de largos períodos de confrontación entre grandes sectores políticos y sociales.[6] Según estos autores, sólo cuando los líderes de dichos sectores en lucha deciden acercar posturas –a menudo excluyendo a los actores que se niegan a todo acuerdo– es que, finalmente, se puede consolidar un sistema de competencia abierta pero pacífica e institucional que permite la convivencia y la alternabilidad en el poder. Dicho tipo de acuerdos, por lo demás, es altamente improbable sin la presencia de liderazgos fuertes y representativos, y cumplen con las siguientes características: 1) surgen tras prolongadas e inconclusas luchas entre élites bien consolidadas; 2) se alcanzan de modo relativamente rápido, mediante conversaciones personales y secretas entre los principales líderes de las élites confrontadas, y suelen plasmarse en acuerdos escritos; y 3) crean patrones de competencia abierta pero pacífica, excluyendo de dicha competencia a factores extremistas y desestabilizadores.

Leo Matiz. Jóvito Villalba, Rafael Caldera y Wolfgang Larrazábal.
Intento de golpe de estado de Castro León. Caracas, 1958.
Colección Fundación para la Cultura Urbana.

Venezuela en el siglo XXI: el reto de construir el post-chavismo

La transición facilitada por los acuerdos de Puntofijo y el éxito nacional que conllevó fueron ampliamente reconocidos dentro y fuera de Venezuela. En los planos político y académico, el episodio se convirtió en un caso paradigmático dentro de las llamadas democracias –y transiciones– pactadas. Y es precisamente a la luz de esos grandes logros que el colapso general que ha venido experimentando el país durante el siglo XXI aparece como una catástrofe con escasos precedentes. A estas alturas no cabe duda –luego de que el régimen venezolano aparezca unánimemente registrado desde 2016 como autocrático en casi todos los índices de evaluación de la democracia (Polity IV, V-Dem, The Economist Intelligence Unit, etc.)– de que la llamada Revolución Bolivariana, desarrollada por esa fuerza política que es el chavismo, ha sido terriblemente nociva para el país, y de que Venezuela requiere ahora una nueva transición a la democracia. Y aunque semejante reto recae de lleno en el ámbito de la política, cuya naturaleza es esencialmente distinta a la de la ciencia, desde la lógica científica quizás sea posible aportar algunos elementos informativos y de juicio de cara a la gigantesca tarea que se le impone.  La identificación de dichos elementos está lejos de permitirle a la ciencia la posibilidad de ofrecer recetas para la acción, pero puede constituirse como un conjunto de informaciones pertinentes, entre muchos otros, de cara a la toma de decisiones por parte de los actores políticos.

En tal sentido, ¿hasta qué punto es reeditable la experiencia de Puntofijo? ¿Hasta dónde puede afirmarse que las condiciones que facilitaron aquella transición se encuentran presentes hoy en día y en qué medida se han modificado sustancialmente? ¿Constituye la coyuntura de 1958-1961 un ejemplo a seguir para la situación actual? Y de ser así, ¿en qué sentido? Con ánimo de plantear una comparación sistemática y razonada entre ambos momentos, en las siguientes páginas comentaré algunas de las variables principales –sobre todo de carácter político y económico– cuya incidencia sobre los procesos de transición ha sido más analizada en la bibliografía especializada[7]; de ese modo intentaré comparar en qué medida la coyuntura de Puntofijo y la actual se parecen o se diferencian en su relativa propensión a experimentar una transición hacia la democracia. Si bien la naturaleza de los asuntos políticos se caracteriza por su condición contingente, única e irrepetible, y a pesar de que todo hecho político deriva principalmente de la voluntad de los seres humanos –libres y racionales– para impulsarlo y cooperar con miras a hacerlo posible, las regularidades consistentes en el tiempo pueden ofrecer algunas pistas para el análisis e indicar condiciones que, según el estudio de diversos casos, parecen ser más o menos favorables.

Entre las variables en cuestión hay algunas de carácter más general o estructural, sobre las cuales los actores tienen menos influencia inmediata o directa, y entre las cuales se cuentan: el tipo de régimen autoritario que precede a la transición a la democracia (burocrático-desarrollista, totalitario, patrimonial, etc.); la presencia o no de un pasado democrático y de su consiguiente impacto en la socialización política de los ciudadanos; y el tipo de economía nacional (agropecuaria, extractiva o industrializada).

Con respecto a las variables que combinan cierto carácter estructural con amplias posibilidades de decisión por parte de los actores políticos se pueden mencionar las siguientes: la existencia de un importante grado de movilización popular (a menudo el llamado “despertar de la sociedad civil”); la naturaleza de los conflictos que dividen a los grupos políticos enfrentados (étnico-religioso- identitarios, económicos, por los recursos, etc.); el nivel de eficacia de las políticas públicas del régimen autoritario; el nivel de autonomía y agresividad de los cuerpos represivos que defienden a la autocracia (militares y paramilitares); el predominio de caudillos y líderes que monopolizan el ejercicio del poder o, en cambio, de dictaduras colegiadas o estructuras de poder compartido; y el estado de las relaciones civil-militares (relativamente afables o muy tensas en virtud, sobre todo, del tipo de represión ejercida sobre la población). Cabe agregar también la presencia de una crisis más o menos repentina que detona un descontento generalizado y la existencia de un contexto internacional favorable al cambio de régimen.

Finalmente, entre variables más propias de la coyuntura y, por ende, manejables por parte de los decisores políticos, es necesario destacar la naturaleza de los cambios planteados de cara a una eventual transición a la democracia (profundos y radicales, o puntuales y graduales); el nivel de cohesión de la coalición gobernante; y el nivel de organización de grupos políticos contendientes que aspiran a la toma del Estado.

Variables de carácter estructural

Siguiendo el orden de lo que aquí he desagregado como tres niveles de variables (desde las variables “estructurales” hasta aquellas directamente relacionadas con los actores), los estudios especializados suelen identificar mayores facilidades para un tránsito a la democracia y su posterior consolidación, en aquellas situaciones en las que el régimen autocrático es más bien burocrático/desarrollista, en vez de patrimonial o totalitario[8], así como en donde han tenido lugar ensayos o períodos democráticos previos y la economía cuenta con algún apreciable nivel de industrialización y desarrollo capitalista en vez de estar centrada en la explotación de recursos naturales.[9] En general, estos tres factores se relacionan con una situación de mayor o más completa modernización y desarrollo social, económico y cultural.[10] Por el contrario, la transición y consolidación democrática tenderá a ser más difícil en sociedades agropecuarias o extractivas, sin ensayos democráticos anteriores y con regímenes patrimoniales, o bien allí donde el totalitarismo haya tendido a desarticular o cercenar las posibilidades de un tejido social natural, orgánico y proactivo.

En el caso de Venezuela, la coyuntura de finales de los años 50 del siglo XX estuvo marcada por la presencia de un régimen militar de tendencia cada vez más burocrático/desarrollista, el cual –con los matices correspondientes a cada gobierno militar– había venido aumentando las capacidades del Estado de manera notable durante el medio siglo precedente. Igualmente, el ensayo democrático del Trienio 45-48 constituía un referente que mantenía vivas las expectativas de democratización del sistema político venezolano, motorizando así una importante lucha social y política contra la dictadura. Y la economía venezolana, a pesar de girar en torno a una economía extractiva centrada en la renta petrolera, se encontraba en un proceso de clara expansión y diversificación. En términos generales, Venezuela experimentaba un claro proceso de modernización social cuya tendencia general parecía favorecer las posibilidades estructurales de una transición a la democracia.

Hoy en día, luego de transcurridas dos décadas del siglo XXI, el país no sólo presenta condiciones distintas, sino sobre todo tendencias contrarias. El régimen político que impera en Venezuela ha impuesto una modificación profunda de las capacidades del Estado, reorientándolas cada vez más hacia un complejo y anárquico sistema de intereses grupales que operan en buena medida mediante el uso directo y no institucionalizado de la fuerza. El achatamiento y desnaturalización de la institución militar ha venido acompañado del creciente involucramiento de militares en las funciones de gobierno, así como de la proliferación de grupos paramilitares con la anuencia del Gobierno, todo ello acompañado del abandono de los sistemas de gestión pública y servicios básicos.[11] El Estado no opera entonces como instancia propulsora de dichos sistemas, sino como un entramado de alcabalas y lógicas cada vez más depredadoras por parte de un conjunto de grupos de poder que se vinculan con un manejo francamente delictivo de la economía, alejándola del libre mercado y reorientándola cada vez más hacia una pluralidad de actividades extractivas legales e ilegales.[12]

parece factible afirmar que, a mediados del siglo XX, la tendencia general en la evolución de las principales variables estructurales parecía ser favorable para una transición a la democracia en Venezuela, mientras que la tendencia general actual parece ir en una dirección distinta

Esto se ve reflejado de modo muy concreto en la industria petrolera. Después de haber sido administrada y fiscalizada por el Estado desde mediados del siglo XX, y manejada enteramente por el sector público durante las últimas décadas, ha pasado ahora a un estado de descomposición evidente, descrito por diversos especialistas.[13] Por otro lado, si bien la sociedad venezolana ha avanzado un largo trecho con respecto a 1958 en lo que a su modernización cultural se refiere, el impacto de la acción disolvente y punitiva de un régimen con claros rasgos totalitarios[14] y neopatrimoniales[15] se ha traducido en políticas extraordinariamente punitivas sobre la sociedad civil, a menudo cercenando la autonomía de las asociaciones ciudadanas y terminando por asfixiarlas. Todo esto se ha visto finalmente reflejado en una emergencia humanitaria compleja y en un éxodo masivo que augura severas dificultades de cara a la necesaria reconstrucción de las instituciones tras una eventual transición.

En virtud de lo anterior parece factible afirmar que, a mediados del siglo XX, la tendencia general en la evolución de las principales variables estructurales parecía ser favorable para una transición a la democracia en Venezuela, mientras que la tendencia general actual parece ir en una dirección distinta: en la medida en que avanzan la mutación de las estructuras estatales, el desmantelamiento del tejido social y la reversión hacia una economía basada en actividades extractivas e ilícitas, las condiciones generales para una transición a la democracia tienden a empeorar.

Variables que combinan la influencia de actores y estructuras

Las variables que combinan elementos estructurales con la oportunidad para la acción expresamente orientada al cambio político suelen ser determinantes en los procesos de cambio político. Una de ellas es el nivel de movilización popular a favor de la democratización, donde se combinan tanto un descontento generalizado como la capacidad para organizar y capitalizar políticamente la movilización. Un vistazo general nos conduce a señalar que, en este sentido, las condiciones no lucían particularmente favorables ni en los años 50 ni ahora, después de 2017. No se aprecia claramente en ambos casos la presencia de un período de liberalización que facilitara la movilización y organización popular, aunque ésta se produjo una y otra vez (diversos autores señalan que a menudo las transiciones a la democracia suelen venir precedidas de un período de liberalización en el que se reduce la persecución política y se amplían parcialmente las garantías a los derechos individuales). Tampoco se observan tendencias de democratización o mejora de las condiciones para el ejercicio del voto popular, aunque tanto en aquel momento como ahora se dieron circunstancias por las cuales dicho ejercicio ha ayudado a generar tensiones y divisiones en el seno del régimen autoritario.[16]

En todo caso, en ambas ocasiones se fue dando una creciente persecución de la disidencia democrática, más que una tolerancia progresiva a las protestas o una intensificación de las mismas. En 1958, lo que O’Donnell llamó “el despertar de la sociedad civil” se produjo, más bien, tras la intervención militar que propició la salida de Marcos Pérez Jiménez. Mientras que, hoy en día, la activa resistencia ciudadana, que ha tenido lugar durante las primeras dos décadas del siglo XXI, ha decaído a partir de 2017 al encontrarse la respuesta de un Estado cada vez más represivo y policial.

 

Con respecto a la naturaleza de las disputas que han alimentado el conflicto sociopolítico, es factible afirmar que en ninguno de estos dos momentos históricos la naturaleza del conflicto ha girado en torno a diferencias de orden étnico, religioso o identitario, lo cual es importante porque este tipo de conflictos suele resultar particularmente pertinaz y difícil de resolver (intractable conflicts). Más bien, el análisis de los patrones del conflicto en Venezuela indica que éstos, a pesar del paso del tiempo, suelen mantenerse vinculados con el manejo y distribución de la renta petrolera: los actores sociopolíticos pugnan sobre todo por el control del Estado y sus políticas de redistribución de los recursos provenientes del petróleo.[17] Así, el reclamo popular canalizado a través de los principales partidos políticos del siglo XX se orientó hacia un manejo más nacionalista de los hidrocarburos que, a su vez, fue considerado como la mayor garantía de un reparto más equitativo de sus beneficios. En cierta medida la retórica no fue distinta durante el auge del chavismo, si bien el manejo de la industria petrolera haya distado mucho del que tuvo lugar durante la República Civil.

De este modo, la diferencia que esta variable plantea entre ambas coyunturas históricas de cara a una eventual transición democrática no radica tanto en que se haya producido una modificación sustancial en las raíces del conflicto –la cual, de hecho, no se ha producido–, sino más bien que al haberse perjudicado seriamente las capacidades de la industria petrolera, durante los últimos años, las posibilidades de que una nueva transición se fundamente nuevamente sobre un “pacto populista de conciliación de las élites” lucen cada vez más reducidas.[18] De ahí que uno de los principales retos y dificultades de cara a una nueva transición radique en que ésta deberá irremisiblemente venir acompañada de una propuesta realista de renovación del modelo productivo que soporta al Estado. Un modelo que no podrá prescindir de la industria petrolera, pero que sin duda deberá fundamentarse de modo esencial en la recuperación de una economía de libre mercado y en unas finanzas públicas menos dependientes de la renta y más relacionadas con el fruto del trabajo de la sociedad en general.

En relación con el nivel de eficacia de las políticas públicas del régimen autoritario, se suele señalar que, cuando este es bajo, o cuando experimenta un súbito declive, tiende a incidir en el aumento del descontento popular, impulsando así mayores demandas de democratización. La dictadura de Pérez Jiménez se concentró en el desarrollo de grandes y vistosas obras públicas, así como en la promoción del crecimiento, la estabilidad macroeconómica y el otorgamiento de condiciones favorables para la inversión privada nacional e internacional; muy particularmente buscó estimular las actividades de las concesionarias petroleras extranjeras en suelo venezolano. En paralelo, para aquel entonces el monopolio de la violencia por parte del Estado parecía estar plenamente consolidado. No obstante, si bien los resultados fueron importantes, el rezago en políticas que facilitaran un acceso generalizado a la salud y a la educación constituyó siempre objeto de demandas ciudadanas que encontrarían una mayor satisfacción tras la transición a la democracia y a lo largo de la República Civil. Dicho rezago explica, en parte, el descontento de amplios sectores de la población en medio de un desempeño económico que, a pesar del crecimiento que propiciaba, no parecía favorecer a todos de modo equitativo.

Anónimo. Marcos Pérez Jiménez inaugurando el distribuidor La Bandera.
Colección Fundación para la Cultura Urbana.

Por su parte, los gobiernos chavistas también comenzaron a perder popularidad a raíz del crecimiento de demandas sociales que, no obstante, no cabría calificar como “insatisfechas” durante la primera década del siglo XXI. De hecho, el repunte de la insatisfacción generalizada –esto es, no directamente relacionada con la polarización entre chavismo y antichavismo que predominó durante la primera década de este siglo– sólo sobrevino tras varios años de relativa “satisfacción”, coincidiendo con la llegada de Nicolás Maduro a la presidencia y teniendo mucho que ver con el repentino declive de los insostenibles patrones de consumo previamente estimulados mediante el gasto público durante el período 2004-2012. En otras palabras, la satisfacción que pareció corresponderse con el mandato de Hugo Chávez estuvo directamente relacionada con el alza en el precio de las materias primas en general y del petróleo en particular, y se desplomó en la medida en que Maduro no pudo mantener ese ritmo de gasto público. Se va haciendo cada vez más visible la insostenibilidad de las políticas económicas y sociales y el colapso de los servicios públicos, lo que alimentó un notable descontento que condujo a largos ciclos de protesta popular –2014 y 2017– y al repunte de la conflictividad política.

Por ende, tanto a finales de los años 50 como ahora, se aprecia un descontento importante con respecto a las políticas sociales de ambos gobiernos autoritarios. Aunque hoy en día esto se produce en medio de circunstancias mucho más graves, dada la brutal contracción del PIB (52,3% en 6 años, desde que Nicolás Maduro asumió la presidencia en el primer semestre del 2013), el colapso general de los sistemas públicos de atención al ciudadano y el desplome del modelo económico totalmente atado al gasto público. Si hace 60 años el clamor popular era por alcanzar mejoras hasta entonces desconocidas en su mayoría, hoy en día se trata de recuperar niveles mínimos de bienestar largamente conocidos durante las décadas anteriores. Estos niveles de ineficacia en las políticas públicas directamente relacionadas con el bienestar social –y no con la represión, donde el Estado se ha mostrado altamente eficaz– permiten observar, ayer y hoy, un malestar que se traduce en clamor por un cambio que generalmente se asocia con la aspiración de recuperar la democracia.

Gabriel Osorio. De la serie: La era Chávez. Caracas, 2003-2012. ©Gabriel Osorio

No obstante, y ante la situación de “Estado fallido” que cada vez más se asocia con la Venezuela actual[19], cabría preguntarse si el clamor por el orden –ausente en el trance de Puntofijo pero absolutamente central en los tiempos actuales– pudiera hacer que ese descontento generalizado, en vez canalizarse claramente hacia la democratización, derive más bien en un anhelo de políticas “de mano dura”. No examinaré esa posibilidad en profundidad, pero sí quisiera señalar que sobre ello incide la siguiente variable a comentar: el nivel de autonomía y agresividad de los cuerpos represivos que defienden a la autocracia. En la medida en que la represión no es ejercida por una fuerza armada disciplinada e institucional que responde a las directrices del gobierno, sino que más bien es desarrollada por una variedad de actores armados –militares y paramilitares– que responden a sus propios intereses, las posibilidades de una transición a la democracia tienden a reducirse.

En este caso se aprecia una diferencia cada vez más drástica entre la situación de mediados del siglo XX y la actual. Hace 60 años el giro que tuvo lugar en la posición predominante dentro de un generalato reducido, con liderazgo real y concreto sobre el resto de la institución, determinó un repentino cambio de régimen. Hoy, tras múltiples reformas de la estructura militar –realizadas precisamente con la intención de reducir las posibilidades de un pronunciamiento eficaz contra la denominada Revolución Bolivariana– y la entrada en acción de otros cuerpos represivos (órganos de policía secreta, “colectivos” y grupos delictivos varios que, por lo demás, manejan diversos ámbitos del Estado y modifican su naturaleza con fines puramente depredadores), el monopolio estatal de la violencia está cada vez más en entredicho.[20] Esta situación incide de forma muy negativa en las posibilidades reales de abrir una transición estable y gobernable a la democracia.

Según las tendencias registradas por la bibliografía especializada, algo similar sucede con otra variable relacionada: el grado de concentración del poder en el gobierno autocrático. Al parecer, las transiciones son más probables y menos complejas cuando el poder está fuertemente centralizado en una sola persona –el típico dictador o caudillo– que cuando es ejercido por una “dictadura colegiada” o estructura de poder compartido e institucionalizado.[21] En tales casos, la muerte o salida del dictador brinda una oportunidad bastante más clara para un cambio de régimen. La dictadura venezolana de los años 50 había experimentado esa concentración de poder en la figura de Marcos Pérez Jiménez, y efectivamente su abandono del cargo facilitó enormemente un proceso transicional. En la Venezuela de nuestros días, el fallecimiento de Hugo Chávez pareció brindar la oportunidad para un cambio profundo que finalmente no se produjo, en parte porque Nicolás Maduro demostró una notable habilidad para tutelar el denso entramado de grupos de poder –nacionales y extranjeros– que conforman la coalición de gobierno actual. Esa particular estructura complica ostensiblemente la posibilidad de establecer conversaciones que faciliten una eventual transición. En tal sentido, la situación luce hoy más adversa que en 1958.

Por otra parte, las transiciones a la democracia son más probables cuando las relaciones entre las fuerzas armadas y la sociedad en general no son demasiado tensas, lo cual suele suceder cuando los militares no han reprimido de modo particularmente sanguinario a la población o no están demasiado involucrados en hechos punibles e impopulares. Esto reduce el temor de los uniformados a ser procesados judicialmente durante el proceso transicional y la consiguiente consolidación democrática, facilitando así la apertura del sistema. En este sentido, cabe afirmar que, si bien la represión de las fuerzas armadas perezjimenistas aún es recordada en varios sectores sociales por su dureza, esto no parece haber impedido ni la transición a la democracia, ni el hecho de que la institución militar estuviera considerada durante años entre las más respetadas por los venezolanos.

Por su parte, los militares de nuestro tiempo han venido acumulando un récord de corrupción, represión y violación de los derechos humanos que, en un contexto de depauperación y colapso generalizado como el actual, complica cada vez más su posición de cara a una eventual transición. Asimismo, y a diferencia de lo visto ahora en medio de una situación nacional deplorable, es llamativo que hayan sido las propias fuerzas armadas las que posibilitaron un cambio de régimen en 1958. Y aunque no resulte sencillo comparar ambas situaciones, está claro que durante los últimos años las relaciones entre las fuerzas armadas y la sociedad en general no han cesado de empeorar.

Otro factor o variable que por lo general facilita la transición es la presencia de una gran coyuntura crítica –de carácter económico, político o natural, pero que en todo caso desacredita al gobierno de turno– que detona un descontento generalizado en la población. Dicha crisis puede ser propiciada, por ejemplo, por un desastre natural, una guerra ruinosa, un colapso económico o unas elecciones. A finales de los años 50, la coyuntura crítica fue de carácter puntual y sobrevino cuando la impopularidad de Pérez Jiménez se evidenció con el amaño del plebiscito de 1957, lo que sucedió a pesar del notable crecimiento económico registrado durante esa década. En otras palabras, la coyuntura crítica fue de carácter esencialmente político, y a pesar de que puso de manifiesto el rechazo que amplios sectores de la población sentían ante el modo en que se venía ejerciendo el poder, no vino precedida de la incubación de lo que Tilly llamaría una “situación revolucionaria” más o menos profunda y prolongada en el tiempo.[22] Una rápida articulación de ciertos sectores descontentos de las fuerzas armadas, así como el conjunto de movilizaciones populares de enero de 1958, hicieron viable la apertura en aquel momento.

Por el contrario, el progresivo colapso experimentado por Venezuela durante el primer período presidencial de Nicolás Maduro, a pesar de sus graves consecuencias para la población y de los conflictos y las tensiones crecientes que ha generado, no ha desembocado hasta ahora en un cambio de régimen. Varios episodios especialmente críticos –las elecciones de abril 2013, los ciclos de protesta de 2014 y 2017, la irrupción de una situación de “soberanía múltiple” en 2019, etc.– no parecen haber logrado generar fracturas significativas en el seno de la coalición de gobierno y, especialmente, en las fuerzas armadas. Esta sucesión de coyunturas críticas que parecen saldarse sin efectivos visos de cambio político –en medio, por lo demás, de una emergencia humanitaria compleja que ha propiciado un éxodo poblacional sin precedentes– sugieren la presencia de una estructura de poder mucho más compleja y resistente que la del régimen autocrático de los años 50, una estructura cuyos principales dirigentes parecen dispuestos y preparados para asumir costos políticos mucho mayores a los que demostró tolerar la cúpula del gobierno presidido por Pérez Jiménez.

La resistencia del chavismo para sobrevivir a diversas y reiteradas coyunturas críticas tiene mucho que ver con la siguiente variable a comentar: la actitud del entorno internacional frente a la posibilidad de un cambio de régimen. En una era en la que la democracia, el liberalismo y el multilateralismo configuran el paradigma predominante, la presión e influencia del entorno internacional juega un papel variable, casi nunca determinante pero potencialmente muy importante en el tránsito de un país hacia la democracia. Dicha presión, en el más radical de los casos, puede llegar al extremo de pasar por una intervención armada, pero por lo general pasa por canales diplomáticos, o incluso por lo que se ha dado en llamar “diplomacia coercitiva” –la cual incluye sanciones, bloqueos, etc.[23] Casos como los de Chile y Sudáfrica a finales de los años 80 y principios de los 90 del siglo pasado ejemplifican bien el tipo de presiones que el sistema internacional –especialmente el conjunto de las naciones democráticas– puede ejecutar sobre las partes en conflicto para que se avengan a una solución negociada que permita la implantación de la democracia.

La transición de finales de los años 50 en Venezuela logró ejecutarse a pesar de los recelos que, en un primer momento, albergaban el gobierno de los Estados Unidos y las compañías petroleras norteamericanas. Estas contemplaban con temor el espíritu maximalista del Trienio Adeco y la posibilidad de que se consolidara un gobierno antiestadounidense o afín a la Unión Soviética. Sin embargo, el giro estratégico que sobre todo el presidente Rómulo Betancourt imprimió a la política exterior de la nueva Venezuela democrática contribuyó a granjearle el apoyo norteamericano, incluso al punto de que fue Caracas quien propuso la suspensión de la Cuba castrista de la Organización de Estados Americanos (OEA).[24] De ahí que, en un segundo momento, dicha transición lograra desarrollarse también contra las presiones ejecutadas por la izquierda revolucionaria latinoamericana –nacional y extranjera– que seguía las directrices de Moscú e impulsó la lucha revolucionaria y varias conspiraciones militares contra el joven régimen democrático acordado en Puntofijo.[25]

el respaldo que las autocracias y diversas fuerzas revolucionarias han brindado a la coalición de gobierno que preside Maduro parece haber jugado un papel más claro y determinante, cada vez más contundente en el contexto de una oleada autoritaria global frente a la cual las democracias lucen bastante desconcertadas

La coyuntura actual se caracteriza por un involucramiento internacional, si cabe, mucho mayor. Lo anterior se produce no sólo en virtud de que el mundo del siglo XXI está mucho más interconectado, sino porque desde su propio origen la llamada Revolución Bolivariana se forjó en torno a un deliberado y radical viraje geopolítico, en virtud del cual Venezuela comenzó a estrechar lazos con una serie de potencias extrahemisféricas y autocráticas como Rusia, China, Irán, Siria, Turquía, etc. Al constituirse como estado revolucionario, Venezuela comenzó a procurar una modificación de los usos, consensos y organismos que regulaban la coexistencia hemisférica, propiciando la creación de nuevos organismos regionales (ALBA, CELAC, UNASUR) que desplazaran a los que por aquel entonces estaban vigentes o eran proyectados (OEA, CAN, ALCA) y respaldando a grupos políticos revolucionarios en todo Occidente.[26] Dichos actores, a su vez, le han brindado un apoyo poco menos que incondicional a la Revolución Bolivariana. Sólo a partir de 2016, con el giro político experimentado en diversos gobiernos América Latina, una mayor presión por parte de los Estados Unidos, la creación del Grupo de Lima, la deriva autocrática de Venezuela y el éxodo de millones de venezolanos hacia los países vecinos, el hemisferio ha comenzado a desarrollar una diplomacia más coercitiva, que va más allá de la mediación entre los grupos políticos enfrentados y procura –en cierta medida– un cambio político hacia la recuperación de la democracia. No obstante, el respaldo que las autocracias y diversas fuerzas revolucionarias han brindado a la coalición de gobierno que preside Maduro parece haber jugado un papel más claro y determinante, cada vez más contundente en el contexto de una oleada autoritaria global frente a la cual las democracias lucen bastante desconcertadas.[27]

En definitiva, el factor internacional luce más determinante y complejo en la actualidad, comparado con la coyuntura de finales de los años 50. No sólo se trata de que hoy pasan por Venezuela una cantidad mucho mayor de intereses foráneos, ni de que el mundo de hoy permite una serie de interrelaciones mucho más complejas que las de mediados del siglo XX; lo más importante es que, a diferencia de lo que sucedió en aquella época –cuando los principales intereses foráneos instalados en Venezuela correspondían mal que bien a naciones democráticas–, hoy en día son diversos actores autocráticos extranjeros los que han consolidado sus posiciones dentro del país, con lo cual se requerirá una presión mucho mayor por parte de los gobiernos democráticos si se quiere que en el balance de la influencia externa predominen las fuerzas que procuran un restablecimiento de la democracia.

Variables vinculadas directamente a la acción política

Las transiciones a la democracia constituyen realidades eminentemente políticas, y como tales, responden de modo esencial a factores relacionados con nuestras acciones. Esto es, son consecuencia de los actos que los seres humanos –y sobre todo los líderes políticos– desarrollan como consecuencia de su libre albedrío y del modo en que combinan voluntad y racionalidad. De ahí que en las variables que enunciaré a continuación recaigan, en definitiva, los principales factores que posibilitan o no una transición.

Una variable fundamental es el nivel de cohesión de la coalición gobernante. Casi toda la bibliografía especializada en cambios de régimen político destaca la necesidad de que la coalición de gobierno se fracture para que pueda sobrevenir un cambio. Desde que existe esa formidable máquina de poder que es el Estado moderno, la toma del poder parece casi imposible si quienes administran dicho mecanismo actúan concertadamente. De hecho, la naturaleza misma del Estado, al menos en lo que se refiere a su carácter administrativo, responde a la voluntad de coordinar las acciones de múltiples personas y grupos con el propósito de ejercer un gobierno eficaz. Sólo cuando las diferencias entre quienes manejan dicha maquinaria llegan al punto de entorpecer esa acción concertada es que emerge la oportunidad para que otros grupos logren hacerse con ella. En el caso de la Venezuela de mediados del siglo XX, queda absolutamente claro que la ruptura del vínculo entre el dictador Pérez Jiménez y los principales sectores de las fuerzas armadas –todo ello en el marco de un régimen militar– fue lo que en definitiva propició la transición a la democracia.

En la actualidad, y por los momentos, la heterogénea composición de la coalición gobernante no ha impedido, por un lado, la acción concertada de los grupos que la integran, y por otro, la lealtad que la institución castrense en su conjunto ha brindado hasta ahora a la llamada Revolución Bolivariana. Hay que tener presente que esta dinámica no tiene por qué ser eterna, especialmente en circunstancias tan complejas como las que ahora atraviesa el país. Sin embargo, resulta notable el modo en que el chavismo ha logrado sortear múltiples y difíciles episodios que le podrían haber conducido a una fractura crucial. Los dos factores críticos con los que tuvo que lidiar a partir de 2012 –la muerte de Chávez y la caída de los precios del petróleo– propiciaron una rivalidad interna importante y parecen explicar la gran inestabilidad experimentada desde entonces. No obstante, la estructura de poder de la coalición gobernante parece haber evolucionado de un modo que, hasta la fecha, le permite superar diferencias internas y presiones externas. Esta particular resiliencia del régimen autocrático actual parece estar basada en factores muy pertinaces que, a su vez, auguran grandes dificultades de cara a una eventual transición a la democracia.[28]

Otra variable importante en lo que se refiere a los actores políticos tiene que ver con la presencia de actores contendientes bien organizados para la toma y control del Estado. La principal dificultad que se observa en este sentido es la ventaja que ofrece controlar el aparato estatal. Algo que suele ser un factor cohesionador, mientras la circunstancia de estar fuera del mismo tiende a potenciar las divisiones. Por ende, un reto fundamental de toda coalición aspirante al control del Estado mediante un cambio de régimen político es el de generar los mecanismos de entendimiento entre sus diversas facciones, hasta el punto de desarrollar la cohesión necesaria para contar con alguna oportunidad de éxito, lo cual –cuando se trata de una transición a la democracia– puede producirse mediante ruptura, reforma o ruptforma; esto es, de forma más concertada o más impositiva. Por otro lado, en caso de que una sola facción contendiente cuente con toda la fuerza y organización necesaria para hacerse con el poder, las probabilidades de que el nuevo régimen sea genuinamente democrático tienden a disminuir. De ahí que la transición que permite el establecimiento de un régimen democrático suela contar con la participación de fuerzas contendientes capaces no sólo de generar normas y prácticas de cooperación internas, sino también de acordar los términos de un sistema general de garantías mínimas con aquellos sectores del gobierno autocrático que decidan separarse de los sectores autocráticos más recalcitrantes y facilitar dicha transición.

En el caso de Puntofijo, y en contra de lo que teóricamente favorece un tránsito a la democracia, los líderes de las fuerzas políticas que luchaban por la democracia no se pusieron de acuerdo antes del quiebre de la dictadura. Los términos del entendimiento general se fueron produciendo con posterioridad, lo cual deja claro que en las fuerzas armadas predominaron sectores dispuestos a facilitar una tendencia aperturista y conciliadora. Por otro lado, Puntofijo es importante porque representa el fruto de la madurez política y voluntad conciliadora de líderes como Betancourt, Caldera y Villalba, quienes hasta entonces mantenían no pocas diferencias y rivalidades personales. No cabe duda de que a ese entendimiento ayudaron mucho el prestigio de dicho liderazgo y el control efectivo que éste ejercía sobre un número relativamente reducido de partidos políticos.

La situación actual presenta algunas diferencias importantes. Por un lado, desde el año 2002 las fuerzas políticas que enfrentan a la Revolución Bolivariana han tratado sistemáticamente de organizarse a través de sucesivos esquemas de entendimiento y cooperación (Coordinadora Democrática, Mesa de la Unidad Democrática, Frente Amplio, etc…). No obstante, la atomización de dichas fuerzas se refleja en el gran número de partidos y grupos que las conforman, y a todas luces sigue siendo notable. Así pues, no parece existir un liderazgo con un control semejante al que en su momento demostraron poseer los firmantes de Puntofijo. Con todo, y aunque tales circunstancias no facilitan el retorno a la democracia, es preciso tener en cuenta que éstas pueden variar rápidamente con el cambio en las coyunturas políticas, y que impide que de forma relativamente rápida ciertos liderazgos puedan articularse de forma más amplia y asertiva.

Finalmente, entre las variables que competen directamente a los actores, juega un papel importante la naturaleza de los cambios planteados de cara a una eventual transición a la democracia. Cuando dichos cambios se presentan como profundos y radicales, la resistencia ofrecida por la dictadura será, lógicamente, mayor. Si, en cambio, dichas aspiraciones se presentan más bien como reformas puntuales y graduales, la posibilidad de que el régimen autocrático permita una eventual liberalización y posterior democratización parece aumentar. La gradualidad de los cambios planteados suele pasar por el difícil desarrollo de buenos canales de comunicación entre los líderes de las partes enfrentadas y por la conservación de aspectos fundamentales del régimen autocrático, como pueden ser su modelo económico, su sistema jurídico o algunos de sus compromisos asumidos en materia de política exterior. Y pasa también, como cabe imaginar, por la posibilidad de que ciertos intereses personales no se vean directamente perjudicados por el progresivo tránsito a la democracia, circunstancia que a menudo significa mantener cuotas de impunidad sobre los delitos cometidos durante la dictadura. Todo ello suele suceder en medio de legitimidades cambiantes que –en el contexto de la era democrática inaugurada tras el fin de la Segunda Guerra Mundial– suele dar pie a mecanismos de justicia transicional, la cual necesariamente pasa por armonizar los requerimientos del deber ser con el difícil mundo de las realidades políticas.

No obstante, la posibilidad de que los cambios planteados puedan desarrollarse de modo gradual permanece sujeta a muchas y diversas condiciones del contexto. Las circunstancias que tuvieron lugar en Venezuela entre los años 50 y 60 permitieron un tránsito bastante expedito hacia la democracia, en tanto las fuerzas armadas abrieron el juego, la población en general apoyó el proceso y las élites políticas lograron canalizarlo de forma consensual. Ello sucedía en uno de los países que más rápido crecimiento económico experimentaba en el planeta, y que gracias a su renta petrolera permitía acuerdos que en otras latitudes resultaban improbables. En cambio, en una Venezuela como la de hoy, devastada económica y socialmente, y regida de acuerdo con lógicas de poder que no sólo han demostrado ser inviables sino también perjudiciales para las bases del Estado, es difícil saber hasta qué punto una transición a la democracia será viable sin profundas y eventualmente rápidas reformas en la estructura y funcionamiento de las instituciones públicas. No obstante, es igualmente difícil saber en qué medida dichos cambios realmente pueden tener lugar de forma más o menos rápida, prescindiendo de consensos suficientemente amplios, o sin uso de la fuerza.

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Fuente: www.tropicoabsoluto.com