Vivir en Venezuela resulta agotador. La crisis es un puñal enterrado en el pecho que nos prohíbe terminar de comprender lo que efectivamente está ocurriendo. Para la mayoría es una sucesión de infortunios que atacan la capacidad de resistencia hasta dejarlos exhaustos. Se vive el fin de la historia, pero con la frustración de no ser como lo imaginamos o lo deseamos. No es, ni de lejos, la condición de estable prosperidad que permitía a todos la vivencia tranquila y en paz que siempre fue parte de los más intensos deseos de lo venezolanos.
No, lo que para nosotros significa el fin de la historia es esta terrible percepción de que todo acabó en una gran derrota. Que experimentamos el infierno de una pesadilla recurrente, que no nos deja ver el fin, que nos oculta el principio, y que no permite que abramos los ojos y nos percatemos de las trampas de la imaginación. La pesadilla es real. No tenemos la indulgencia de un despertar conmocionados. Esta desazón es la realidad. El penar no es solamente que vivamos esta constelación de pesares, este colapso sistémico que no deja lugar a dudas sobre el estruendoso fracaso del socialismo del siglo XXI; el problema es que nosotros somos la ruina, el síncope, los trozos que se desprenden y la muerte a la vuelta de la esquina. Cansa el saber que no hay fondo en el precipicio, y que nada se interpone entre nuestros cuerpos en caída libre y un fondo que no tiene fin.
Pero ese no es el peor de los castigos impuestos por ese dios severo que nos ha dejado en manos del mal y sus agentes. Lo verdaderamente insufrible es que pudiera ser diferente, pero estamos condenados a este desierto por el cual transitamos sin saber a donde vamos. Lo que resulta en una apoteosis del dolor es ver como pasan los días, los años, las décadas, la vida sin ver resolución alguna porque los que van adelante lucen perdidos, erráticos, confundidos, o son parte de una trama de quien nos quiere errabundos y sin rumbo. No son perfectos estos tiempos de Dios. Los que han tenido la responsabilidad no han sido capaces de perfeccionarlos hacia la liberación que pide la gente. Ellos han hecho del perder el tiempo de la gente una experiencia artística a la que se dedican con obcecación. Mientras ellos tratan de dialogar con el mal silente y consecuencial, mientras intentan una entente, la gente vive mal, se enferma, muere o se va. Los ojos de los que quedan van perdiendo la luz al percatarse de que son víctimas de una trampa muy compleja. Por eso aquí el éxito es sobrevivir sin perder la cordura, a pesar de que todo parezca indicar que nuestro trajinar por este desierto está siendo dirigido por locos.
Que no se practique la compasión y la empatía con los que aquí vivimos en tiempos de desgracia es parte de un crimen de omisión activa que en su momento tendrá un duro veredicto de la historia. Nadie puede aspirar a tener sentido común haciendo abstracción de la presencia de los otros, de sus convicciones y sus dudas, de los debates que se planteen entre ellos y de sus miedos. El sentido común es por lo tanto un patrimonio de la buena política, que acepta vivir en pluralismo, que reconoce al otro el derecho de tener sus convicciones, y que no trata de anularlo o reducirlo a la propia opinión, sin antes haberse dado la oportunidad de pensar, escuchar y discernir una posición bien reflexionada. La mala política hace oídos sordos y deja de ver. No hay peor político que el que se niega a la verdadera empatía queriendo sustituirla perversamente por la demagogia. Porque no quiere sentir de cerca el clamor de los más desdichados que están urgidos y que no entienden ni quieren saber de las abstractas prioridades de los políticos que están dirigiendo el esfuerzo.
La gente quiere romper con su servidumbre y vivir con intensidad un proceso de liberación con propósito ganancioso, donde el esfuerzo y las privaciones se traduzcan en avance y mejoría. La gente no quiere que los líderes hablen de salvar el sistema que los tiene aplastados. No quiere un cambio de manos dentro de la misma lógica macabra. No confía, y con razón, que los que vengan terminen actuando con la misma vileza. Lo que realmente exigen es un esfuerzo sostenido para sacarlos del vacío. La gente no quiere escuchar siquiera de acomodos y reacomodos, lo que necesita es que pase este tiempo y se dé inicio a otro diferente. La gente necesita líderes que comprendan sin las sorderas de la prepotencia, sin los monólogos narcisistas, sin la crueldad contenida en ese esperar indefinido a que cuajen acuerdos que son imposibles de sostener. Si algo hiere la sensibilidad del venezolano es ese dejar pasar, ese derroche del tiempo, esa distancia psicológica que se plantea entre el sosiego de unos y la extrema angustia de los otros que hacen mayoría y que pasan hambre, sufren enfermedad, padecen soledad, soportan la violencia y todos los días tienen que aguantar el peso de ver pasar los días en una lucha para sobrevivir que al final todos están condenados a perder.
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Fuente: @vjmc