Desde que en aquel 5 de julio de 1811 se firmó el acta de la Declaración de Independencia de Venezuela y una lucha encarnizada por lograrla construyó en nuestra conciencia y cultura política una epopeya memorable, aquella hasta alcanzar el “pedestal heroico de la gloria” en palabras del Graciela Soriano, el simbolismo y el discurso mítico no han dejado de sembrar emociones, justificaciones, manipulaciones e interpretaciones (muchas irresponsables) de lo que somos como venezolanos.
La fecha sería un número muerto si únicamente es una excusa para hacer un divertido feriado; el acontecimiento clavado en la memoria en forma de una “patria mítica” que –supuestamente- nos otorga la identidad como nación y por ello el paradigma a imitar, recrear y solamente afirmar que es lo que importa de nuestra traumática historia, sería un perfecto vacío si a la luz de nuestro desempeño como país hasta el presente no se analiza qué la inspiró, o al menos influenció en gran medida para iniciar un proyecto de independencia.
Nuestros vecinos del Norte, aquellos colonos ingleses que con una cultura avanzada para la época huyeron de su madre patria en búsqueda de libertad y tolerancia religiosa, formaron una sociedad rica, culta y próspera que para 1776 ya había iniciado su proceso de independencia un 4 de julio de ese año, representada en la pluma extraordinaria de Tomas Jefferson plasmada en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Un evento que marcó al mundo y terminó ejemplificando lo que sería la primera revolución más importante de la historia cuando de vida, libertad, prosperidad y la búsqueda de la felicidad se trata. Fue tanto el impacto, que para el joven brillante y rebelde -catalogado así por las autoridades españolas que estaban en su búsqueda por numerosos cargos- Francisco de Miranda, significó un fenomenal ejemplo a imitar.
Un tema que la historiografía izquierdista en nuestro país no le gusta tratar, es que el joven Miranda, insigne hombre de Hispanoamérica que hasta en la revolución francesa participó, admiraba con profundidad lo que el experimento norteamericano estaba representando a los ojos del mundo. Quién mejor logra mostrarnos este relevante fragmento de historia, proveniente de la propia pluma de Miranda en su Diario personal, es el periodista venezolano Carlos Rangel en sus magnum opus, Del Buen salvaje al Buen Revolucionario.
El Miranda poco conocido que nos muestra Rangel, es aquel joven de 33 años que el 10 de junio de 1783 llega a tierra norteamericana y que viajará extensamente desde Carolina del Sur hasta Nueva Inglaterra, una estadía de un año y medio que terminará el 15 de diciembre de 1784. Un año y medio le bastó al joven Miranda para vivir y experimentar lo que concebiría como “una asamblea más puramente pura y democrática”, donde los primeros magistrados y los comunes del pueblo bebían del “mismo vaso”.
Un “válgame Dios” salía de sus notas cuando ponderaba “el contento y gusto” que tuvo al ver “practicar el sistema de Constitución Británica” y la división de poderes. Estas ya enunciadas en las ideas de John Locke que eran ya folklóricas en Estados Unidos. Rápidamente haría el contraste con el decepcionante sistema burocrático y torpe de la América Española.
El ingenio y la industria de los norteamericanos lo dejaron absorto. Escribe Rangel que “evoca a Benjamín Franklim”, para referirse a la invención ingeniosa del nuevo sistema de chimeneas, “el jabón famoso para afeitarse que lleva el nombre suyo” y el “pararrayos” elaborados por el eminente padre fundador de Estados Unidos.
La Pensilvania de la libertad de culto desde William Penn, hasta aquella Filadelfia que consideró como “una de las más agradables y bien ordenadas poblaciones del mundo”. Las “ventajas de un gobierno libre” estaban a simple vista. El joven Miranda viajando de Filadelfia a Nueva York no dejó de sorprenderle la prosperidad de Nueva Jersey y la “complexión y robustez de sus habitantes”, y a pesar de notar sectores que apenas estaban en camino hacia la bonanza, afirmaba que “en las manos de un pueblo industrioso, y sobre todo bajo el influjo de un gobierno libre, le hacen prosperar a pesar de todos los inconvenientes”.
Estando en Rhode Island se impresiona el brillante joven por la máquina creada por el ingenio de Mr. Joseph Brown. Una máquina “para evacuar aguas por evaporación”. Y deja caer la tinta en sus notas para manifestar “¡véase aquí el carácter de dos naciones! Cuando en México, ni en todos nuestros dominios de América (Española) aún no se conoce semejante máquina, ni alguna otra que merezca el nombre, para desaguar nuestras más ricas minas (de oro y plata) que por esta razón las consideramos arruinadas, aquí se fabrican estos aparatos para sacar el terrazo de que extraen el hierro”. Impresionado también por el cumplimiento de la ley, el respeto a la propiedad privada y la libertad con una legislación que no agobia y entorpece la industria impulsando así la prosperidad, es lo que Francisco de Miranda se lleva de este determinante viaje en su vida.
Este majestuoso personaje, un hombre activo en las tres grandes revoluciones que acontecieron entre 1776 y 1824, conoció a George Washington, a Alexander Hamilton y también a Thomas Paine. Según Simón Alberto Consalvi, estando en Nueva York, nuestro prócer, fue la primera vez que llegó a pensar muy seriamente en la liberación de Venezuela, pero en sus conversaciones con el general Henry Knox fue donde profundizó en el asunto hasta dar con el proyecto en amplios rasgos.
Este Miranda, poco conocido consecuencia al socialismo imperante en parte de la academia venezolana es el que se nos oculta descaradamente para darnos una tétrica interpretación socialista del proceso independentista, para destruir la historia y envenenar la escasa formación que a los jóvenes se les da hoy en día. Lo conveniente es ocultar a Miranda y tomar al Bolívar poseído por Jacobo Rousseau y hacer una anomalía histórica. Las causas están en el “anitnorteamericanismo” típico de la intelectualidad progre que fue fanática de Fidel Castro y que sienten una profunda humillación causada por el éxito rotundo que Estados Unidos tuvo como consecuencia de sistema político liberal llevado a la práctica al conservar la mayoría de las instituciones heredadas del sistema anglosajón (caso contrario a nuestro país que hizo tabula rasa con nuestra cultura anterior y partimos de un vacío que hasta el presente sigue llevándonos a un problema identidad no superado por perseguir la melancolía “buensalvajista” encarnada en el siniestro Buen Revolucionario).
Esa nación que llegó a admirar Miranda, es la patria donde nacieron personajes tan brillantes como John Adams y Paine, como Franklim y Jefferson. Este último, quien fue el tercer presidente de los Estados Unidos, es uno de los padres fundadores claves que pueden colocarnos en perspectiva del porqué resultó tan exitoso el experimento de nuestros vecinos del Norte y no por estos lares. ¿Qué podemos aprender los venezolanos de Thomas Jefferson? Unos tres principios claves en las que su gobierno se basó resultarán evidentes.
Se preguntaba Jefferson en su segundo discurso inaugural: “¿qué más es necesario para hacernos un pueblo feliz y próspero?” y enseguida se respondía: “todavía una cosa más, mis compatriotas. Un sabio y austero gobierno, que logre evitar que los hombres actúen en perjuicio de otros, pero que los deje en libertad de perseguir sus propias industrias y prosperidad, y que no tome de la boca del trabajo el pan que ha ganado. Esta es la suma de buen gobierno; necesario esto para cerrar el círculo de nuestras felicidades”.
Un hombre que desconfiaba de los excesos de la democracia y quería evitar a toda costa que el sueño de la República instaurada terminara en un “despotismo electivo”. Referente a esto escribió al economista e intelectual francés Pierre Samuel Du Pont de Nemours, en 1816 que “la justicia es la ley fundamental de la sociedad; que la mayoría, oprimiendo a una persona es culpable de un delito, de abusos, es fuerza”.
Como también escribe a de Neumors que el “derecho de propiedad está fundado en nuestros deseos naturales, en los medios con los que estamos dotados para satisfacer estas necesidades, y el derecho a lo que adquirimos por esos medios sin violar los derechos de otros”, Convencido –debido a su profunda formación aristotélica, posiblemente- de la importancia del respeto a los derechos de propiedad como eje fundamental de Libertad.
Tres lecciones con base en una tradición no desplazada por los padres fundadores de los Estados Unidos, experimentadas por Francisco de Miranda y expresadas de manera sucinta por Jefferson son las que debemos aprender hoy en día: un gobierno sumamente limitado que no pueda extraer por la fuerza el fruto del esfuerzo ajeno respetando así la libertad de los ciudadanos; un gobierno que, limitado por poderes públicos autónomos atados por la Constitución no tenga permitido usar la decisión de la mayoría para violar los derechos de la minoría; y, por último, que ninguna autoridad, individuo o grupo se arrogue la potestad de violar los derechos de propiedad de cualquier ciudadano.
El complejo de inferioridad de la intelectualidad hispanoamericana socialista transformado en envidia, percibido como humillación y expresado en un paroxismo colectivo absurdo, es su plataforma doctrinaria. Por décadas se han estrellado contra el mismo muro cobrando una venganza contra sí mismos, -que contra EEUU o Europa- más parecido a impulsos masoquistas que a juicios intelectuales que algún sentido tengan. Esa fantasía más allegada a una cómica caricatura aseverando que Hispanoamérica es “revolucionaria” y Norteamérica es “imperialista” no termina de resolver el problema, logrando perpetuar el fracaso.
Si queremos ser coherentes con los valores que elaboraron la urdimbre doctrinaria del sueño republicano venezolano (interrumpida drásticamente, en parte, por el culto a Bolívar), entonces sigamos el criterio de Miranda, la pluma de Juan Germán Roscio y el Manual Político del Buen Venezolano de Francisco Javier Yanez, e imitemos la práctica política de las instituciones que llevaron a la tierra de Franklim y Washington al éxito. Pero si por el contrario decidimos que el determinante eficaz de nuestra cultura es el fracaso, entonces deberíamos conformarnos con la socialdemocracia cultural adeca, la academia retrógrada marxista con la feligresía chavista, la admiración infantil por Salvador Allende y las evocaciones a los textos de José Carlos Mariategui; para seguir lidiando con las consecuencias trágicas que con ello trae representadas en la escasez, la violencia la burocracia, la corrupción el caudillismo y compadrazgo.
Está del lado de la sensatez ir en favor de los principios fundacionales tanto de nuestros vecinos del norte como los nuestros del 5 de julio de 1811 -que para nada están alejados. Del lado de la insensatez estaría la riesgosa genuflexión a retomar la misma senda intervencionista que deje en manos de los políticos estatistas y la masa irreflexiva el destino de la nación, opacando por consecuencia el brillo de una nueva oportunidad de ser libres.
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Fuente: cedice.org.ve