No son pocos los liberales que, desde la toma de posesión de Donald Trump como presidente de EE.UU. se han dedicado en las redes sociales o a través de la tribuna de los medios de comunicación a defender sus primeras acciones de gobierno, bien justificándolas como necesarias o incluso planteándolas como una interpretación del pensamiento y la visión liberal en medio de un orden internacional caótico como el de esta segunda década del siglo XXI.
Indudablemente, en los inicios de su candidatura Trump parecía erguirse como una contención contra el continuismo demócrata que se hubiera visto encarnado en el triunfo de la candidata Hillary Clinton y que significaba la continuación de políticas cada vez más concentradoras de poder político y económico.
Esta contención se aunaba al hecho de que Trump resultara simpático para ciertos sectores liberales, por su postura anti-establishment, entendiendo como establishment por igual a las élites políticas demócrata y republicana, a las que el ahora presidente dio la espalda (aun pese a haber sido nominalmente candidato de uno de estos partidos).
Trump puede simpatizarnos por razones que van desde las antes mencionadas a ciertas promesas de campaña cuyo contenido podemos compartir. Incluso, como ocurre con algunos liberales venezolanos, es posible entender (aunque no lo compartamos) que el respaldo al nuevo presidente estadounidense se derive más de la aversión visceral al socialismo que de un genuino amor por la libertad.
Pero hay un trecho muy grande entre esa simpatía por Trump (o antipatía por “la izquierda”, según sea el caso) y la ilusión de creer que el nuevo presidente de EE.UU. represente en modo alguno los valores del liberalismo. Resulta obvio que las acciones ejecutivas y órdenes firmadas en estas primeras dos semanas de gobierno apuntan justamente a todo aquello a lo que se enfrenta, por principio, un liberal.
Uno de los rasgos que hace más evidente que Donald Trump no es liberal es su visión económica proteccionista, más allá de que como empresario no haya creído en ella, al desplegar sus emporios por todo el mundo. Medidas como la tensión con la empresa General Motors por construir plantas fuera del país y la postura anti libre comercio son un par de muestras de esta visión económicamente autárquica (y por ende no liberal) del presidente estadounidense.
A propósito de este último punto, vale la pena hacer una digresión sobre el libre comercio y la discusión liberal que puede derivarse de las medidas de Trump, como lo son la revisión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) y la orden de salida de EE.UU. del Acuerdo Transpacífico.
Desde la perspectiva del liberalismo, el comercio internacional sin límites es un desiderátum, una extensión de la libertad económica que debe propiciar el Estado liberal, limitado y sometido de la ley, al extenderla más allá de sus fronteras. En este sentido, la firma de “acuerdos comerciales” como el TLCAN o el Transpacífico, representarían, al menos teóricamente, la imposición de privilegios (como preferencias arancelarias) a determinadas actividades comerciales con determinados socios en detrimento de otros, por lo que, también desde un punto de vista teórico, los liberales deberían rechazar este tipo de acuerdos.
No obstante, la realidad ha mostrado que los tratados de libre comercio tienen como fin último, justamente, facilitar esta faceta de la economía, por lo que, al impedirlos con sus políticas proteccionistas, el presidente de EE.UU. evidencia una vez más su carácter no liberal en lo económico.
Así como no lo es en materia económica, Trump tampoco parece ser muy partidario de defender las libertades civiles más elementales. No hablemos ni siquiera de la libertad de tránsito y la defensa de la idea de “fronteras porosas” idealizada por el liberalismo: el simple eslogan de “América para los americanos” da cuenta de un nacionalismo ferviente, que pone en práctica al dictar la orden ejecutiva de construir el polémico muro fronterizo con México al que se suma la actitud hostil con los residentes de EE.UU. de religión musulmana.
De manera similar, la guerra declarada a ciertos medios de comunicación (más allá de que como espectadores compartamos o no su línea editorial), como CNN y el Washington Post podría atentar contra la primera de las enmiendas contenidas en el Bill of Rights, referente a la libertad de pensamiento y expresión, y por ende contra uno de los aspectos más básicos del Estado de Derecho (rule of law) en EE.UU., de continuar con la virulencia que ha manifestado desde el mismo día de su toma de posesión
Llegamos así a la evidencia más contundente de lo “iliberal” (utilizando el término acuñado por Fareed Zakaria, entre otros autores) de Donald Trump: la interpretación flexible de la idea de rule of law, valor supremo para los liberales, entendido, por un lado, como igualdad ante la ley y por el otro como la limitación de los poderes del Estado.
La primera acepción de tal idea se vio severamente trastocada, por ejemplo, cuando el nuevo presidente de EE.UU. emitió el decreto al que se hizo referencia líneas atrás. Como bien comentó Juan Ramón Rallo al referirse a la posición antiinmigrantes de Trump, objetar la condición de residentes de EE.UU basado en la religión o país de procedencia original de dichos residentes va en contra de esa idea de que todo habitante del país tiene garantizada la igualdad ante la ley.
Pero más grave aún resulta la poca disposición que muestra Trump, como buen líder populista, a respetar los principios de pesos y contrapesos que han garantizado la institucionalidad estadounidense a lo largo de más de 200 años. La profusión de órdenes ejecutivas en estos primeros días de su mandato (en lo que, por cierto, no se diferencia mucho de su predecesor) da cuenta, por un lado, de la relación tirante con el Congreso, pese a que cuenta con mayoría republicana, y por otro de su intención de mantener el carácter personalista de su liderazgo.
También lo denotan decisiones arbitrarias como el despido de la Fiscal General de EE.UU, Sally Yates, quien se opuso a su orden ejecutiva contra la inmigración musulmana. Dependerá de las instituciones estadounidenses permitir o no esas formas de bypass institucional, del que tantos ejemplos tenemos en Latinoamérica.
¿Significa todo lo anterior que una persona que se autodefina como liberal no puede apoyar a Donald Trump? Indudablemente no. Aunque son pocas, algunas visiones de mundo del nuevo titular de la Casa Blanca son características del pensamiento liberal del siglo XX e incluso del XXI, como por ejemplo, la firme creencia en la superioridad de la civilización occidental y sus posibilidades para alcanzar el progreso a través de la economía de mercado.
No es insensata tampoco la posición de quienes, como quien suscribe estas líneas, prefieren darle el “beneficio de la duda” a la espera de más acciones que muestren o no su posible talante liberal, dado que ha transcurrido menos de un mes del inicio de su mandato.
Pero, de ahí a defender a Trump como una suerte de “paladín de la libertad en Occidente” solo por el hecho de oponerse al establishment, ser empresario de relativo éxito y ser abiertamente radical contra el extremismo islámico hay un trecho largo. Trecho que los liberales genuinos deben desandar, como una muestra de una honestidad intelectual que separe los sentimientos y las simpatías de la razón y la consistencia lógica.
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Fuente: cedice.org.ve