Debió ser en 1980 o tal vez en 1981. Esperábamos por la harina de trigo y el jabón en polvo para preparar el engrudo con el cual pegaríamos las pancartas ordenadas por el partido. Dos productos que hoy día provocan los suspiros de cualquier consumidor venezolano, en aquellos días eran la materia prima derrochada en nuestro activismo político. Quiso el azar que la prolongación de la espera, nos diera el tiempo necesario para aproximarnos al auditórium próximo a la Facultad de Ingeniería de la UCV. Al asomarme, apenas pude escuchar los gritos y silbidos indicativos del rechazo a uno de varios expositores. Un tal Emeterio Gómez intentaba hacerse escuchar por un auditorio que no le disimulaba su hostilidad. Al parecer, el personaje mencionado, se atrevía a cuestionar la teoría marxista del valor y el carácter científico de aquella ideología.
Había transcurrido más de una década desde que T. Petkoff le abriera camino al pensamiento crítico con su obra Checoslovaquia: el socialismo como problema, pero en los predios universitarios, la hegemonía del marxismo, o del keynesianismo en el mejor de los casos, habría de prolongarse unos cuantos años más. La hostilidad contra Emeterio Gómez en aquel momento, se explicaba no por el rechazo a sus ideas, digeridas y evaluadas en su lógica interna, sino por el simple apego dogmático a la iglesia cuyo libro sagrado ni siquiera fue El Capital de C. Marx, sino el Manual de Economía Política de la URSS. Otros, todavía nos desgastábamos el trasero rebuscando verdades en Los Conceptos Elementales del Materialismo Histórico, obra cumbre de Marta Harnecker. De tal manera que, en aquella década perdida, todavía se requería valentía para disentir abiertamente, y más cuando se defendían ideas asociadas a la libertad económica, el libre mercado y la superioridad del capitalismo sobre el socialismo.
Para un académico que se reinventa desde la autocritica, la defensa que asume del capitalismo, no es incondicional, no puede ser dogmática. No se trata de sustituir una iglesia por otra, ni de pretender estar con la ideología de moda. El ejercicio de la crítica responsable implica una evaluación permanente de lo que se defiende. Por ello no es extraño leer en Emeterio Gómez los cuestionamientos al neoliberalismo chileno y argentino, convertidos en temas recurrentes desde finales de la década de los 70´: “Chile muestra también cómo es de estúpidos el pretender…después de 50 años de keynesianismo, organizar una economía exclusivamente a partir del mercado.”[1] Pero no deja de reconocer que el posible fracaso en la aplicación de aquél modelo en aquellos países “reforzará poderosamente esas profundas fuerzas telúricas que en Latinoamérica…conducen a la intervención estatal, el proteccionismo, el keynesianismo y la inflación.”[2]
En nuestra modesta opinión, uno de los primeros saltos cualitativos registrados por Emeterio Gómez, remite a su cuestionamiento del carácter teleológico tanto del marxismo como de la historia oficial venezolana. Tal aspecto le permite despojarse tanto del fatalismo en el sentido benevolente según el cual, somos un país bendecido por la naturaleza, condenado al progreso y el bienestar. Pero también refuta la leyenda negra del petróleo, excremento del diablo, factor que nos condena al intervencionismo del Estado para auspiciar nuestra condición de pueblo parásito, sin remedio. Se impone un principio de realidad fundado en una interpretación desapasionada de nuestro proceso histórico: “La política de sustitución de importaciones y el proceso indiscriminado de industrialización y desarrollo agrícola, a pesar de la artificialidad que pueda atribuírseles, eran nuestra única salida.”[3] Carece de sentido, por consiguiente, aborrecer lo hecho bajo el infeliz argumento del agotamiento del modelo. Ya entrados en la década de los 80´, resultaba más útil admitir el fin de una etapa, “en la cual se crearon las infraestructuras de todo tipo, que podrían permitir ahora, la instauración de un proceso de desarrollo económico sano y equilibrado.”[4]
La ruptura con la teleología marxista, también le permite afirmar que los modelos económicos no necesariamente se agotan. La historia no tiene productos pre-elaborados. Prueba de ello es el agotamiento final del capitalismo tantas veces anunciada, o los modelos semi-esclavistas subsistentes en Cuba y China. En el caso venezolano, este punto de vista traduce una visión descarnadamente realista. El esperpento fundado en la distribución de la renta, supuestamente agotado a comienzo de los 80´, podría elevarse desde su sarcófago para dar la lata del derroche, los subsidios, el burocratismo y demás señales de irrespeto a las reglas elementales que recomienda la economía. “A decir verdad, los tales agotamientos son como las famosas leyes de la historia, que son verdad hasta que un hecho cualquiera las cambia por completo.”[5] Para que el engendro resucite, bastaría que ocurriese “otra debacle (por ejemplo) en el Medio Oriente, al igual que en 1973 y 1979, el modelo dejaría de estar agotado, y tendríamos otros cuatro o cinco años de crecimiento económico.”[6] Aunque tal crecimiento sería una ficción, igual tendría un efecto frustrante de las adecuadas iniciativas económicas, pero sobre todo, se liquida la voluntad política necesaria para aplicar correctivos.
Aquello lo escribe Emeterio Gómez cuando faltan algunos años para la ocurrencia del Viernes Negro venezolano de 1983, lo cual demuestra lo inoficioso de hacerse pasar por profeta del desastre. Suficiente con alejarse del optimismo tardío, el que siempre llaga detrás de la realidad. El tiempo, el implacable, habría de darle la razón. Los períodos de auge petrolero implicaban la negación de las reglas básicas de la economía. La comprensión bien fundamentada de este fenómeno, lo lleva a insistir en el estudio de la relación entre mercado y trabajo. Si para Smith el trabajo agotaba su importancia con la producción de bienes materiales para el intercambio, para Marx, era la clave explicativa de la explotación y la manifestación precisa de la acumulación capitalista. La superación de ambas perspectivas se produce, de acuerdo con Emeterio Gómez, al vincular el concepto con la naturaleza del mercado. El mercado permite la distinción entre trabajo productivo e improductivo. He allí su condición virtuosa.
El trabajo productivo lo define el mercado en cuanto produce bienes que son objeto de una demanda efectiva, es decir, se trata de bienes requeridos por alguien, pagados con recursos que se originan en el proceso de producción. Por el contrario, el trabajo improductivo no responde a una demanda, ni es pagado con recursos originados en el intercambio mercantil. Entran en tal categoría “La infinidad de ocupaciones inventadas por el Estado, no para generar bienes demandados, sino por razones políticas o sociales…”[7] Cuando el Estado paga por estos trabajos no lo hace “con recursos provenientes de haber aportado algo a la circulación mercantil, sino con ingresos que por la vía impositiva o por cualquier otra, han sido sustraídos de ella.”[8]De este modo, la condición virtuosa del mercado se manifiesta al dejar constancia de: 1) Las razones por las cuales el trabajo improductivo se convierte en peso muerto para la economía y la sociedad. 2) El crecimiento desmedido de ese peso muerto está en la base de la caída de la productividad en el mundo occidental. 3) El desarrollo de la tecnología y la consiguiente elevación de la productividad, no logra compensar el acelerado crecimiento del trabajo improductivo y 4) A pesar de ser el mercado el que paga los costos del trabajo improductivo generado en razones políticas, a este se le carga la responsabilidad por las ineficiencias detectadas.
Para 1993 ya es perentorio superar el proteccionismo. La economía fundada en la distribución de renta ha quedado al desnudo. Se impone la necesidad de darle impulso a la economía de mercado, es decir, se le debe abrir paso a la competencia. Un concepto satanizado y desfavorecido por el soporte constitucional que coloca al sujeto como menor de edad, incapaz de ejercer la libertad económica. En el momento, aún no se recogen los escombros producidos por la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del socialismo debería dejar claro que “donde no existe la competencia, no sólo la economía, también la vida, si no languidece, se estanca.”[9] La poderosa influencia de la economía estatista, con camuflaje de solidaridad, y artillada con todo un articulado constitucional, nuevamente nos muestran al impertinente Emeterio Gómez, en cruzada contra los pobres y desvalidos. Se nos antoja, citando a la memoria, aquella expresión orwelliana: mientras más se aleja una sociedad de la verdad, más se odiará a quienes la predican. Y sin embargo, el hombre insiste en argumentar: “El liberalismo moderno, pero también el de Adam Smith, asume la necesidad de que el Estado establezca subsidios (directos) a los más pobres. Nada impide en consecuencia, que el mercado, aún concebido como una dimensión estrictamente económica, coexista con una ética de la solidaridad, la benevolencia y la cooperación.”[10]
La defensa de la competencia implicó para Emeterio Gómez, una riesgosa apuesta vinculada con la ética en la economía. El keynesianismo y el welfare state habían logrado consolidar una ética de la solidaridad, a lo cual el liberalismo contrapone la ética de la responsabilidad individual o del sujeto en ejercicio de su libertad. Un escabroso debate que atañe al mundo occidental sostenido por el capitalismo o las economías de mercado, pero salpicado por distintos niveles de intervencionismo. En defensa de sus postulados, nuestro autor sostiene que la competencia y la cooperación entre los hombres, no son procesos completamente divorciados. “Se trata de una relación intrínseca entre ambas nociones. Competir implica, además, inducir a los otros a dar lo mejor de sí mismo.”[11]
Es posible que el tiempo y los hechos hayan mostrado a Emeterio Gómez, la debilidad de una posición que apuesta todo por el hombre y el ejercicio de su libertad. Por ello en el año 2007, insiste sobre el tema, reconociendo la urgencia de refundar las bases éticas del capitalismo, no porque aquél se encuentre en crisis, de hecho está a la vista la superioridad de este sistema económico sobre el socialismo: “La elevación del nivel de vida material de la gente es un logro indiscutible del Capitalismo y, en ese terreno, el Comunismo no puede competir con él. La Unión Soviética y el socialismo totalitario del siglo XX se desmoronaron porque fueron incapaces de luchar contra la pobreza.”[12] La razón por la cual se deben refundar las bases éticas del capitalismo, remite a la crisis de la civilización occidental caracterizada por el uso y abuso de la libertad. Para el ejercicio de la libertad no es suficiente la responsabilidad, pues el individuo libre bien puede producir lo sublime o lo terrible escudándose en su libre albedrio. Las obligaciones morales, por consiguiente, se pueden evadir apelando a ese sujeto capaz de experimentar la libertad absoluta.[13]
Los tiempos que corren nos llevan a pensar en la pertinencia de esa nueva ética para el capitalismo. Tal vez, de existir algo semejante a eso, se habría frenado a tiempo el estímulo para la consolidación del gigante chino. Un contrincante formidable alimentado por la afanosa búsqueda de la rentabilidad capitalista. Ello impulsó el desplazamiento de colosales inversiones a la caza de la mano obra barata, sin importar su condición semi-esclava. El afán por los bienes de bajo costo, auspició un sistema que violenta la libertad y suprime derechos básicos. Si algo se puede rescatar del viejo Marx, es aquella premisa que nos recuerda la habilidad del capitalismo para alentar a sus propios enemigos. La fortaleza alcanzada por el llamado modelo chino, muestra la posibilidad del crecimiento económico en un clima de asfixia para la libertad, un asunto que alimenta los delirios autoritarios en todo el orbe, y debería inquietar al mundo occidental, si es que se desea defender sus orígenes.
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Fuente: www.ideasenlibertad.net